¿Dónde está Dios en nuestro Dolor?

¿Dónde está Dios en nuestro dolor? Esta es una pregunta que muchos se hacen cuando enfrentan situaciones difíciles, como la enfermedad, la muerte, la pérdida o la injusticia. ¿Acaso Dios nos ha abandonado? ¿Acaso no le importa nuestro sufrimiento? ¿Acaso no tiene poder para evitarlo o aliviarlo?

En este artículo, quiero compartir algunas reflexiones sobre este tema, basadas en la Biblia, la doctrina cristiana y el testimonio de personas que han experimentado el dolor y han encontrado en Dios una fuente de esperanza, consuelo y fortaleza.

En primer lugar, debemos reconocer que el dolor es una realidad inevitable en este mundo caído por el pecado. Desde que el ser humano se rebeló contra Dios y rompió la armonía original con Él, consigo mismo, con los demás y con la creación, el dolor entró en la historia como una consecuencia del mal moral y físico. El dolor es el grito de la naturaleza herida que anhela la restauración de todas las cosas en Cristo (Romanos 8:22-23).

Sin embargo, el dolor no es el fin de la historia. Dios no nos ha dejado solos en nuestro sufrimiento. Él mismo se hizo hombre en Jesucristo y asumió el dolor en su propia carne. Jesús sufrió la pobreza, el rechazo, la traición, la soledad, la angustia, la tortura y la muerte en una cruz. Él no se libró del dolor, sino que lo vivió con amor y obediencia al Padre. Así, transformó el dolor en un camino de salvación para nosotros. Jesús nos mostró que Dios está con nosotros en nuestro dolor, que nos ama hasta el extremo y que tiene un plan de bien para nuestra vida eterna.

La resurrección de Jesús es la prueba definitiva de que Dios tiene poder sobre el dolor y la muerte. Él no solo sufrió con nosotros y por nosotros, sino que también triunfó sobre el mal y nos abrió las puertas de la vida nueva. Jesús nos prometió que un día secará toda lágrima de nuestros ojos y que no habrá más muerte, ni llanto, ni clamor, ni dolor (Apocalipsis 21:4). Mientras tanto, nos envió al Espíritu Santo, el Consolador, para que nos acompañe, nos fortalezca y nos llene de esperanza.

Por eso, cuando sufrimos, podemos acudir a Dios con confianza y humildad. Podemos expresarle nuestro dolor, nuestras dudas, nuestras quejas y nuestras peticiones. Él nos escucha y nos responde con su Palabra, con su gracia y con su providencia. A veces lo hace de manera inmediata y milagrosa; otras veces lo hace de manera gradual y misteriosa. Pero siempre lo hace con amor y sabiduría.

Dios también nos responde a través de las personas que nos rodean: nuestra familia, nuestros amigos, nuestra comunidad. Ellos son instrumentos de su amor y de su consuelo. Ellos pueden abrazarnos, escucharnos, ayudarnos y orar por nosotros. Ellos pueden ser signos de la presencia de Dios en nuestro dolor.

Finalmente, podemos ofrecer nuestro dolor a Dios como una ofrenda de amor. Podemos unir nuestro sufrimiento al de Jesús en la cruz y así participar en su obra redentora. Podemos convertir nuestro dolor en una ocasión de crecimiento espiritual, de purificación interior y de solidaridad con los demás. Podemos darle sentido a nuestro dolor al verlo como una oportunidad de glorificar a Dios y de servir a nuestro prójimo.

¿Dónde está Dios en nuestro dolor? Esta es una pregunta que muchos se hacen cuando enfrentan situaciones difíciles, como la pérdida de un ser querido, una enfermedad grave, una crisis económica o una injusticia social. ¿Acaso Dios nos ha abandonado? ¿Es indiferente a nuestro sufrimiento? ¿No tiene poder para evitarlo o aliviarlo?

La respuesta bíblica a estas preguntas es un rotundo no. Dios no está ausente ni impasible ante nuestro dolor. Al contrario, Dios está presente y activo en medio de nuestras aflicciones, y tiene un propósito para ellas. Veamos algunos aspectos de la enseñanza de la Biblia sobre este tema.

En primer lugar, Dios es el creador y el sostenedor de todo lo que existe. Él hizo el mundo bueno y sin mal (Génesis 1:31), pero por la desobediencia del ser humano, el pecado entró en el mundo y trajo consigo el sufrimiento y la muerte (Génesis 3; Romanos 5:12). Sin embargo, Dios no se desentendió de su creación, sino que sigue sosteniéndola con su poder y bondad (Hebreos 1:3; Colosenses 1:17). Además, Dios tiene el control absoluto sobre todo lo que ocurre, y nada escapa a su voluntad soberana (Isaías 46:9-10; Efesios 1:11). Esto significa que ningún dolor o aflicción nos sobreviene por casualidad o por mala suerte, sino que Dios lo permite o lo dispone por alguna razón.

En segundo lugar, Dios es amoroso y misericordioso con sus hijos. Él nos ama con un amor eterno e incondicional, que se demostró en que envió a su Hijo Jesucristo a morir por nuestros pecados en la cruz (Juan 3:16; Romanos 5:8). Por medio de la fe en Jesús, somos perdonados y reconciliados con Dios, y pasamos a ser sus hijos adoptivos (Juan 1:12; Efesios 1:5). Como Padre celestial, Dios cuida de nosotros y nos provee todo lo que necesitamos para nuestra vida y nuestra piedad (Mateo 6:25-34; 2 Pedro 1:3). También nos consuela y nos fortalece en nuestras tribulaciones, y nos da esperanza y paz (2 Corintios 1:3-7; Filipenses 4:6-7).

En tercer lugar, Dios es sabio y tiene un plan perfecto para nuestra vida. Él sabe lo que es mejor para nosotros, aunque nosotros no lo entendamos o no estemos de acuerdo (Isaías 55:8-9; Romanos 11:33-36). Su plan incluye permitir o enviar algunas pruebas y sufrimientos en nuestro camino, con el fin de cumplir sus propósitos eternos. Algunos de esos propósitos son:

– Purificar nuestra fe y hacernos más dependientes de él (1 Pedro 1:6-7; Santiago 1:2-4).
– Corregirnos y disciplinarnos cuando pecamos o nos desviamos de su voluntad (Hebreos 12:5-11; Apocalipsis 3:19).
– Formar en nosotros el carácter de Cristo, haciéndonos más humildes, pacientes, mansos y compasivos (Romanos 5:3-5; 2 Corintios 4:16-18).
– Capacitarnos para consolar y ayudar a otros que sufren con el mismo consuelo que hemos recibido de Dios (2 Corintios 1:4; Gálatas 6:2).
– Glorificar su nombre y dar testimonio de su gracia ante el mundo (Juan 9:1-3; Filipenses 1:12-14).

En conclusión, Dios está en nuestro dolor, no lejos ni ajeno a él. Él está con nosotros, por nosotros y en nosotros. Él nos ama, nos cuida.

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